miércoles, 3 de junio de 2009

Buscando alas para las alturas

Viajar de Tarija hacia Potosí es toda una aventura. Los primeros cientos de kilómetros no están asfaltados y algunas curvas de rispio con precipicios de cientos de metros y con camiones de frente son un llamado para la tranquilidad del más frío. Sinceros y justificados sentimientos de miedo se sobrellevan en estas rutas olvidadas en las alturas, pero mejor se sobrellevan con una copita de anís.

Ya llegando a Potosí todo cambia, las rutas son asfaltadas y la altura es mas de dos mil metros por sobre Tarija. También cambia el paisaje de la ciudad, mientras Tarija es una ciudad ordenada y limpia, en Potosí es un privilegio que no se puede obtener, y no es para menos, luego de casi 500 años de explotación de minas y almas.

El cerro rico, iluminado por fuera como hace siglos lo estaba por dentro, llama la atención desde cualquier punto de la empinada ciudad. Hoy se ve el resabio de una ciudad que valió mucho y que hoy no se estima más que por el valor histórico que adquirió por ser quizás de las más saqueadas.

El hostel donde pasamos la noche reflejaba bastante la situación, estaba en un subsuelo con una ventana que daba al interior del mismo hostel y por dentro una de las camas apestaba a pata sucia. El frío, similar al de una mina (supongo), nos obligo a pasar la noche en nuestras bolsas de dormir y por encima las frazadas que zafaban. Pasada la noche emprendimos huida de esta pintoresca y triste ciudad, no sin antes hacer una pequeña recorrida por el centro, donde encontramos un restaurante vegetariano muy sabroso (y ya necesario) donde el anfitrión, David, de tan solo 5 años(y su papá Rubén), nos hizo pasar un lindo rato. Recomendable para los próximos viajeros es este lugar económico, sano, rico y con mucha buena onda. Paso a seguir, un intento de llegar al mirador de la ciudad antes que el micro de las 8 parta.

Complicados son los pasos a 4000 metros de altura, el agotamiento que nos produce el andar limita un tanto el paseo. Tarde en las puertas del mirador, merienda en los alrededores de la terminal y un micro rojo que por un precio irrisorio y amplias comodidades nos acercaría a la gran ciudad. La Paz, que como toda gran ciudad tiene su fama compuesta de mitos y realidades.

Así que empecemos a desmitificar. Se dice que en La Paz el aroma que se respira en la calle es fuerte y desagradable, realmente ni tanto. Se dice que es insegura, y realmente no mas que cualquier gran ciudad. Se dice que abundan borrachos y si, esta es verdad y nosotros nos sumaremos a esta realidad. En La Paz todo se consigue en la calle, desde desodorantes hasta muebles y aprovechando la oferta autóctona Chris y Naty se entregaron a una tarde de consumo, pilchas para el invierno y alguna que otra chuchería.

Por la tarde al llegar al hostel encontramos una gran cantidad de jóvenes universitarios que luego de algún singani decidimos charlar y entrevistarlos. Casi todos estudiantes de comunicación se mostraron animados por nuestra llegada y otros animados mas por el singani hicieron que el encuentro sea rico y profundo aunque no siempre ameno y agradable. La llegada de la policía nos obligo a escabullirnos en nuestro hostal Warnes. Cuando subimos las escaleras vemos al joven que chris vio llegar x la mañana montado en su bicicleta, equipaje detrás y subida x delante. Decidimos encararlo y que nos cuente su historia. El uruguayo, profesor de educación física emprendía su admirable travesía sobre ruedas a tracción de sangre, su sangre e ilusiones para descubrir y descubrirse. En quince minutos ya estábamos recorriendo las calles paceñas con el en busca de nada, y de todo. Entramos a un bar en busca de comida y nos llevamos un llavero que nos solucionaba la vida, mientras leíamos cínicamente en la calle las instrucciones de nuestro nuevo amuleto en voz bastante alta un no tan joven heavy metal se da vuelta para burlarse de lo que leíamos. Cabe aclarar que el joven uruguayo no estaba borracho, salvo el, creo que todos los que estábamos dando vueltas por las calles de la paz no teníamos la misma dicha.

Las conversaciones que se desarrollaron con estos tres singulares paceños llegaron a niveles tan bizarros, como interesantes. Cerramos lo que será un día recordable comiendo unos sándwich callejeros acompañado de ron Matusalén con gingerale que nos prepararon en un sucucho. Terrible.

Terrible resaca con la que nos levantamos, y memorable por su duración, ya que nos acompaño por lo menos 48 hs. Adjudicamos la culpa también, como todo borracho, a los factores externos como la altura, que nos dio un bautizo de diarreas x tres y algún que otro vomito.

El domingo, con mas voluntad que salud, nos obligamos a cumplir nuestro deseo de conocer Tiwanaku, un pueblo cargado de misterios por las civilizaciones que allí vivieron y que poco pudimos conocer ya que una vez mas los precios para ver lo que quedo de una cultura es accesible solamente para los descendientes de quienes lo convirtieron en ruinas. Sin embargo recorrimos repetidamente las callejuelas del pueblo, conocimos la iglesia, antiquísima que en la fachada llevaba un rostro con rasgos indígenas. Unas vueltas, unas frutas (la única posibilidad que nuestro estomago nos daba de insertar alimentos) y emprendimos la vuelta un tanto moribundos.

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